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El Río Jordán te está esperando



El arrepentimiento es una necesidad terrenal y una vez fue parte del dolor divino. Al ver el mundo corrompido por el pecado, Dios no ocultó que reconsideró a Su creación, como leemos en Génesis 6:5-6:

«Y el Señor vio que era mucha la maldad de los hombres en la Tierra, y que toda intención de los pensamientos de su corazón era solo hacer siempre el mal. Y le pesó al Señor haber hecho al hombre en la Tierra, y sintió tristeza en su corazón».

Sin embargo, más adelante, en Génesis 6:8, está escrito: «Mas Noé halló gracia ante los ojos del Señor». Esta manifestación divina con respecto al arrepentimiento no ocurrió de forma aislada: Jonás también presenció el arrepentimiento divino al perdonar a la ciudad de Nínive, lo cual le incomodó, como se describe en Jonás 4:2:

«Y oró al Señor, y dijo: ¡Ah Señor! ¿No era esto lo que yo decía cuando aún estaba en mi tierra? Por eso me anticipé a huir a Tarsis, porque sabía yo que tú eres un Dios clemente y compasivo lento para la ira y rico en misericordia, y que te arrepientes del mal con que amenazas».

Es curioso cómo la postura divina no fuerza el arrepentimiento, ni rechaza a quien está arrepentido. Es más, el arrepentimiento se asocia a un don concedido por Él (Romanos 2:4 y 2 Corintios 7:9-10).


El compromiso


Aunque la naturaleza adámica rehúsa arrepentirse, pues se inclina hacia lo malo, Dios no se resiste a un corazón arrepentido. No importa lo que haya sido la persona hasta ese momento: si hay manifestación de arrepentimiento, Dios, en la Persona de Su Hijo y de Su Espíritu, estará presente. Mientras que aquel que se arrepiente necesita renunciar a costumbres, opiniones y convicciones para consolidar un cambio de actitud, Dios, quien es Soberano, cambia de actitud sin nunca alterar Su carácter. Además, el arrepentimiento Divino viene acompañado del compromiso de Su Palabra (lee más en Génesis 8:20-21), una consideración que también debe existir en quien asume verdaderamente esta condición.

El arrepentimiento desmorona interiormente al arrepentido, lo oprime y, antes de concederle una paz inexplicable, le impide estar tranquilo hasta que expulse toda la impureza contenida en su ser. En Ezequiel 18:27-31 (NVI) está escrito: «cuando el impío se aparta de la maldad que ha cometido y practica el derecho y la justicia, salvará su vida. Porque consideró y se apartó de todas las transgresiones que había cometido, ciertamente vivirá». Por ello, el profeta orienta: «Arrepentíos […]. Arrojad de vosotros todas las transgresiones que habéis cometido, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo».


Para los arrepentidos…


El propio Dios se unió a los arrepentidos en el Río Jordán, cuando el Señor Jesús fue inmerso en las aguas por Juan el Bautista (Mateo 3:13). Allí, además, el arrepentimiento pasó a vincularse con la necesidad del bautismo por inmersión. No obstante, esta decisión debe ir acompañada de «frutos dignos de arrepentimiento» (Mateo 3:8). Al respecto, en Romanos 6:2-4 se lee:

«Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en Su muerte? Por tanto, hemos sido sepultados con Él por medio del bautismo para muerte, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida».

Diferente del acto de bautismo verdadero, el «baño» bautismal no es más que una entrega superficial que no confronta (ni siquiera roza) lo que la persona ha sido hasta ese momento. Mientras que en el bautismo real la naturaleza humana se vuelve insignificante, quien solo se «baña en las aguas» sigue siendo la misma persona, con todos sus errores, engaños y dolores intactos en su interior, solo que ahora disfruta de una falsa sensación de bienestar. Solo para quienes se han arrepentido de verdad es que los cielos pueden abrirse (Mateo 3:16), el Espíritu Santo los reconoce como hijos (Mateo 3:17) y así puede habitar en ellos. De esta manera, el Espíritu de Dios testifica que el bautismo en las aguas fue válido.


Puerta de entrada


El obispo Edir Macedo explicó que el arrepentimiento es una manifestación de la fe, una decisión, y enfatizó que la palabra bautismo «significa el sepultamiento de la naturaleza antigua y corrupta de la carne. Es lo que ocurre cuando las personas mueren y el cuerpo es sepultado». En medio de las facilidades del bautismo, el obispo recordó que allí no siempre ocurre el milagro del sepultamiento. «Es fácil bautizarse; es fácil cumplir con una obligación religiosa, una doctrina», advirtió. Pero, en realidad, «lo que Dios ve es la intención de comenzar una vida nueva: el bautismo en las aguas solo tiene valor cuando la persona se arrepiente. Una vez arrepentida, la persona es llevada al bautismo en las aguas, que es el entierro de su vieja criatura, de su corazón, de sus deseos, de la concupiscencia de los ojos, de todo lo que es malo», dijo. Cuando esto sucede, la criatura rebelde, difícil y llena de su ego y de su pasado, pierde su fuerza.

Con base en Hechos 2:36-38, el obispo Macedo reiteró que existe un protocolo que necesariamente comienza con el arrepentimiento: «de lo contrario, la persona permanece en la iglesia, se bautiza en las aguas, recibe bendiciones, pero su alma sigue perdida. El arrepentimiento es la puerta de entrada al Reino de los Cielos; sin arrepentimiento, no puede haber milagros de Dios; no hay manera de que la persona reciba el bautismo con el Espíritu Santo».


¿Qué te lleva al Jordán?


El Río Jordán se menciona 175 veces a lo largo del Antiguo Testamento y 15 veces en el Nuevo Testamento. Fue con el Jordán en mente que Lot hizo su elección en la repartición de tierras con Abraham (Génesis 13:10-11). La conquista de la Tierra Prometida también involucró al Jordán, cuyas aguas se abrieron como en el Mar Rojo (Josué 3:15-17). En Números 32, los hijos de Rubén y de Gad le pidieron a Moisés quedarse con las tierras al oriente del Jordán, que consideraron excelentes.

Fue a la orilla del río Jaboc, un afluente del Jordán, donde Jacob luchó con un ángel hasta que su identidad fue transformada (Génesis 32 y Oseas 12). Naamán, «un gran hombre delante de su señor y tenido en alta estima, porque por medio de él el Señor había dado la victoria a Aram» (2 Reyes 5:1), tuvo que sumergirse siete veces en el Jordán, pues, bajo su uniforme, la lepra lo consumía. A partir de entonces, él, quien ya disfrutaba de bendiciones y liberaciones, vivió una experiencia celestial como nunca antes.

Así, mientras los Cielos se abrieron para el Señor Jesús y el Padre confesó que Él era Su Hijo, muchos, al ver los Cielos abiertos a través de la manifestación de la fe, acaban confundiendo el cambio de vida con la condición espiritual de quien ha tenido su naturaleza verdaderamente transformada. Estos, equivocadamente, solo añaden a su vida social la asistencia a la Iglesia y no entienden que, por encima del anhelo por la Tierra Prometida, están los Cielos Prometidos.



Está a tu alcance


Para cada persona arrepentida hay un Jordán, es decir, una oportunidad para construir una nueva historia. Esta posibilidad puede experimentarse en la Hoguera Santa de la Nueva Vida en el Río Jordán, que propone un despertar para quienes no quieren seguir siendo los mismos.

Esta es la fe que sigue escribiendo historias y les ofrece a las personas una transformación de vida inimaginable, una realidad que también puede ser tuya. Si quieres saber más, acude a la Universal más cercana.


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